Prof. Viviana
Civitillo
INDEAL - Facultad
de Filosofía y Letras (UBA)
“La guerra empieza a ser un
crimen desde que su empleo excede la necesidad estricta de salvar la propia
existencia. No es un derecho sino como
defensa. Considerada como agresión, es
un atentado. Luego en toda guerra hay un
criminal.” [1]
El 1º de marzo de 1870, la persecución y
magnicidio del presidente Francisco Solano López en Cerro Corá ponía fin a la
Guerra de la Triple Alianza contra el Estado y el pueblo de la República del
Paraguay. Una “guerra total” por más de una razón que constituye el último
episodio de una larga contienda política y militar por la consolidación de las
nuevas unidades políticas constitucionales rioplatenses en la segunda mitad del
siglo XIX, devenidas del desmembramiento de los antiguos imperios
luso-hispanoamericanos. A diferencia de
las guerras independentistas, no exentas de la crueldad, violencia y
destrucción inherente a todo conflicto bélico, la Guerra Guasú materializa, en una región fronteriza del Cono Sur, los
crímenes contra la humanidad que conlleva el “deliberado exterminio” que la
caracteriza y que es posible de ser observado también en las operaciones
técnico-militares desatadas por la expansión colonialista e imperialista del
mismo período en las áreas “periféricas” del planeta.
Se trata,
entonces, -además de dar cuenta de los hechos criminales- de comprender la
racionalidad histórica de la violencia política constitutiva de los Estados
nacionales en (y no sólo) la cuenca del Plata, habida cuenta de que la configuración
territorial nacional, se resolverá, históricamente, de la mano de una alianza
político-militar regional entre diferentes facciones partidarias que comparten
y expresan un ideario liberal y que sólo logra imponerse militarmente al
interior de sus propios territorios sociales -hoy Argentina, Brasil y Uruguay- y
sobre una entidad estatal -hoy Paraguay- que, en la década de 1860, era la
única que ameritaba su denominación como “nacional”.
En su Análisis de situaciones, señala Antonio Gramsci que el tercer
momento de las relaciones de fuerzas “es
el de la relación de las fuerzas militares” y distingue en él dos grados: “uno militar en sentido estricto, o técnico-militar
y otro que puede denominarse político-militar”[2]. Esta distinción nos permite un par de
observaciones: la primera es que la Guerra Guasú
es una “guerra total” no sólo porque habría significado “la extensión del campo de batalla a todo el espacio social”[3] sino porque el “deliberado
exterminio” que implicó su resultado, requirió de la imposición de la fuerza técnica
conjunta de una dirección político-militar formada por una facción política en
el ejercicio del gobierno del Estado en
proceso de formación en el caso de Argentina –el mitrismo- y de Uruguay –el
partido colorado de Venancio Flores-, y por la monarquía y el imperio del
Brasil en el que, a diferencia de sus vecinos, el resquebrajamiento de su poder
será consecuencia de aquel resultado; la
segunda, es que el carácter de esa “guerra absoluta” (como la denominaba Clausewitz), en el contexto de la expansión
colonialista de la “era del capital” (como Hobsbawm delimita el periodo que
abarca desde las revoluciones del ’48 a
la Comuna de París) requiere del exterminio.
Dice Luc Capdevila: “‘Exterminar’ va de la mano con ‘colonizar’ en la literatura
colonial del siglo XIX … [y] … significaba
en primer lugar la voluntad de reprimir un adversario empleando una violencia
sin límites.”[4]
En el imaginario civilizatorio de la
segunda mitad del siglo XIX, en el espacio
americano pos independentista se reproduce, por tanto, la misma práctica
política de la colonización española: “civilizar
significaba eliminar, sea por extinción física, sea por asimilación forzada,
todos los obstáculos que se opusiesen al proceso de civilización.”[5]
La historia
política del periodo ha sido atravesada por el conflicto entre civilización y
barbarie, de la mano de la idea de progreso como matriz del pensamiento liberal,
constitutiva del universo ilustrado.[6] También
forma parte del mismo origen cultural y político –aunque de aplicación tardía-
una “representación de la guerra, como
pueblo en armas y lucha a muerte …
en el imaginario de las élites políticas y culturales inspiradas por la Europa
de las Luces en el siglo XIX
… Las guerras imperiales llevadas a cabo
en regiones remotas … hicieron de la masacre una parte acostumbrada del
dispositivo militar de conquista”[7],
razón por la cual la militarización formó parte de la naturaleza del régimen
político en pos de la defensa territorial.
Sin embargo,
con excepción del Imperio del Brasil, ni la Argentina de Mitre, ni el Uruguay
de Flores, habían logrado monopolizar aún el uso de la fuerza como razón de
Estado.
El primero,
enfrentaba a las montoneras federales que, aún en inferioridad de recursos
técnicos, ofrecían resistencia armada a las intervenciones del gobierno central. El segundo, en franco conflicto civil y
amenazado por la intervención extranjera.
En El crimen de la guerra, Juan Bautista Alberdi explora el origen
histórico del derecho de
la guerra y su fundamento en el Derecho de Gentes: “… el derecho del homicidio, del robo, del incendio,
de la devastación en la más grande escala posible … son crímenes … La guerra los sanciona y convierte en actos honestos
y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el derecho del crimen
… El derecho de gentes que
practicamos, es romano de origen como nuestra raza y nuestra
civilización … [y] era el derecho del
pueblo romano para con el extranjero. Y
como el extranjero para el romano, era sinónimo de bárbaro y de enemigo, todo su derecho externo era equivalente al
derecho de la guerra.”[8]
Ramón Torres
Molina introduce el concepto de “deliberado exterminio” que se sustenta en el
Derecho de Gentes, considerado en la modernidad como sinónimo de Derecho
Internacional. Sería
asimilable al que Daniel Feierstein define como “genocidio moderno”, entendido
“como práctica social…cuya aparición
definitivamente moderna se centra en los siglos XIX y XX.”[10] Agrega Rafael Cullen: “Una práctica social implica un proceso que requiere, su gestación, su
ejecución y su legitimación y consenso.”[11]
El objetivo
reorganizador y los propósitos de la guerra ya estaban presentes catorce años
antes de su inicio en 1865. Escribe Mitre sobre los orígenes de la
alianza contra el Paraguay: “La alianza de 1851 [contra Rosas] es el
punto de partida y la base sobre la que reposa la política
liberal en el Río de la Plata ¿Qué nos falta para alcanzar los propósitos de
1851? Que las provincias de la República Oriental y el Paraguay se den
gobiernos liberales regidos por instituciones libres. Viene ahora el turno del
Paraguay”.